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Caminata rumbo a la escuela en la niñez de 1973

Hoy me resulta asombroso que a partir de mis seis años más cuatro meses de edad, en septiembre de 1973 haya caminado las cinco cuadras de la calle Juan de la Barrera rumbo a la escuela primaria. Por las tardes, entre las 12:30 y las 14:00 horas se podía ver en las calles de la capital de México a miles de niños con su suetercito azul o rojo, un pantalón o falda gris caminando en torno a los planteles de educación primaria. Nuestras mochilas eran de cuero con tirantes y hevillas de fierro; no tenían marca de fabricante. Algunas madres acompañaban a los niños a la puerta de la primaria, también se veían en el trayecto trabajadoras domésticas cargando mochilas, pero la mayoría íbamos solos aunque acompañados con el último consejo de nuestras madres: “¡vete con cuidado, fíjate en las esquinas!”. Por mi rumbo los niños salíamos de edificios de departamentos situados en esas calles dedicadas a lugares de México y a los cadetes que en 1847 murieron defendiendo nuestro país: “Yo vivo en Zamora”, “yo en Agustín Melgar”, “camino desde 13 de septiembre”, “vivo en Atlixco”.

   Gracias al color de los suéteres, los adultos sabían cuales niños caminaban hacia la escuela y cuales regresaban a los departamentos. Los de suéter rojo regresaban del turno matutino, los de suéter azul caminábamos hacia la “Alfonso Herrera” para empezar el turno vespertino.

   En todos esos años nunca supe de un estudiante de primaria raptado o lesionado en los trayectos de ida y regreso a la escuela. Paradójicamente, la única tragedia de la que supe ocurrió en el interior de un edificio y no en la calle. La tristísima pérdida de mi compañerita Marcela, quién subió a observar un pleito que se desarrollaba en la azotea de su edificio, recibiendo en la frente la bala que le arrebató súbitamente su prometedora existencia. Sin que alguien lo sugiriera, la banca de Marcela permaneció vacía hasta el final del curso y se convirtió en el sentimiento de su presencia en el salón de clases.

  Se me estruja el corazón al pensar cómo en cada tarde mi madre veía salir a sus niños con la preocupación de que les pudiera ocurrir algo lamentable. En realidad nunca sabré que tanto se angustiaban las familias en esos años por lo que pudiera acontecerle a sus niños entre coches y personas desconocidas, pero puedo afirmar categórica y airadamente que: entre 1973 y 1980, por caminar en esas calles, nunca sufrimos ni supimos de algún infortunio relevante para las niñez.